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07/10/2006
1. Modelos de guerra y sus lógicas frente al Derecho Humanitario. Conceptos elementales. La GUERRA ha sido tolerada por los más diversos sistemas jurídicos, filosóficos y religiosos, como una manera extrema de defender derechos inalienables por parte de grupos humanos, pueblos o Estados. Con la conciencia de que la guerra también es un MAL MUY GRAVE, se la tolera bajo ciertas condiciones: * que no haya otros medios eficaces de defender los derechos negados; * que los fines que se pretende obtener con la guerra sean justificables y moralmente superiores a la realidad que se combate; * que los males causados por la misma guerra no sean de mayor magnitud que los bienes que se pretende obtener a través de ella.. El modelo de guerra que ha servido ordinariamente para fijar los parámetros de la guerra, ha sido la guerra entre Estados o naciones. Sin embargo, siempre se ha contemplado también como válida la guerra dentro de un mismo Estado o nación, como guerra civil, alzamiento en armas o insurgencia. Cuando la guerra no se queda en una simple amenaza sino que entra en acción, utiliza MEDIOS que de suyo tienden a destruir vidas y bienes. El objetivo más limpio de una guerra sería sustraerle al adversario su capacidad de continuar la agresión o su capacidad de combatir para mantener esa agresión, sin necesidad de afectar su vida o los demás campos de su libertad. Pero dado que esto es imposible, se busca entonces limitar o suspender su libertad física, y en la medida de su resistencia, limitar o suprimir su vida. Tales medios son intrínsecamente perversos, pero no dejan de ser los medios propios de la guerra, o sea los que están ligados ineludiblemente a su EFICACIA . El hecho de que los fines de la guerra sean buenos o necesarios, no autoriza a que esa “bondad” de los fines se trasfiera a los medios. Por eso desde tiempos muy remotos se hizo una distinción y una cierta separación entre dos campos en el discernimiento ético y jurídico de la guerra: el del DERECHO A LA GUERRA (justificación por sus fines) y el del DERECHO EN LA GUERRA (el discernimiento ético jurídico de los medios o métodos que se utilizan). En este último campo, el principio más claro que se ha establecido y que constituye la clave del Derecho Humanitario, es el de no utilizar más fuerza destructiva que la estrictamente necesaria para lograr una ventaja militar sobre el adversario, evitando todo uso de fuerza que produzca sufrimientos innecesarios o superfluos. Hay principios de Derecho Humanitario que se aplican de manera más universal a todo tipo de conflicto armado, como: - El criterio fundamental de procurar la máxima economía de sufrimiento, no causando sufrimientos de suyo superfluos para lograr una ventaja militar sobre el adversario. - Respetarle la vida y darle un trato digno al que por alguna razón esté fuera de combate, o haya quedado impedido para continuar en él, o voluntariamente se retire de él; - No utilizar métodos de ataque que tengan efectos incontrolables y que por lo tanto puedan afectar a personas o bienes que no pueden ser objetivos militares dentro del conflicto específico que se desarrolla. Hay otra serie de principios que presuponen un encauzamiento de la guerra como conflicto entre dos Estados o naciones, que ordinariamente buscan tomar o defender un territorio, derrocar un régimen político, vengar una ofensa perpetrada por un gobierno o una estructura de poder, o doblegar el dinamismo agresivo de dicho régimen para evitar nuevas agresiones. En este caso se supone que hay dos ejércitos que se enfrentan con fuerzas relativamente equiparables. Para que el alcance de la guerra no se desborde y se vuelva incontrolable, violando los principios humanitarios antes enumerados, el Derecho Internacional Humanitario ha REGULADO mediante tratados y convenciones este modelo de guerra con otros principios: - La distinción neta entre combatientes y no combatientes, limitando el enfrentamiento a los combatientes armados de ambos bandos y protegiendo a los no combatientes, o población civil, de los efectos de dicho enfrentamiento. Para facilitar esto, los combatientes deben estar visiblemente identificados, portar sus armas de manera visible, obedecer a una estructura jerárquica y tener un territorio de referencia. - No tomar los bienes civiles que no están de alguna manera al servicio del enfrentamiento armado, como objetivos militares. Lo que se conoce como Derecho Internacional Humanitario (principalmente las 4 Convenciones de Ginebra del 12 de agosto de 1949; los 2 Protocolos adicionales del 8 de junio de 1977 y la Convención de La Haya del 18 de octubre de 1907) está elaborado sobre el telón de fondo de un modelo de guerra entre Estados. Sin embargo, hay otro modelo de guerra que es el llamado GUERRA DE GUERRILLAS. Aunque pudo aplicarse desde tiempos antiguos, la mayoría de los manuales conocidos que la definen y encuadran, corresponden a la segunda mitad del siglo XX y están relacionados con movimientos de liberación nacional que surgen desde sectores sociales oprimidos. El mismo origen, objetivos y correlación de fuerzas de este tipo de guerra, lo colocan por fuera de los parámetros de la guerra convencional entre Estados, haciendo difícil o imposible la aplicación a esa modalidad de guerra de algunos de los principios del Derecho Internacional Humanitario. Algunas de sus características, que sugieren por sí mismas la no aplicabilidad de algunos de esos principios, son las siguientes: - La Guerra de Guerrillas surge de sectores sociales empobrecidos y sometidos a variadas formas de discriminación, exclusión, opresión y represión por parte del régimen contra el cual se alzan en armas. Esto evidencia una desigualdad enorme de medios bélicos. El polo insurgente no cuenta con ningún presupuesto estatal de respaldo, ni con fuerza aérea, ni artillería ni muchos otros medios de guerra. Su capacidad militar fundamental no está basada, entonces, en el armamento, ni en el apoyo financiero, ni en el número de combatientes, sino en estratagemas típicas de enfrentamiento entre fuerzas enormemente desiguales, tales como los ataques sorpresa, el camuflaje entre la población civil o la clandestinidad de la militancia armada. Esto hace que la diferenciación neta y visible entre población combatiente y no combatiente, como la exigen ciertos principios del Derecho Internacional Humanitario, juegue en contra de la eficacia específica de la Guerra de Guerrillas. - La Guerra de Guerrillas tampoco tiene como objetivo, ordinariamente, la conquista militar de un territorio o la destrucción o neutralización de un ejército enemigo, ni siquiera el derrocamiento de un gobierno. La Guerra de Guerrillas apunta a desactivar, destruir o entrabar el funcionamiento del modelo de sociedad vigente porque lo considera inaceptable. De allí que el sabotaje o el ataque a piezas fundamentales del funcionamiento económico o político del modelo social que se repudia, sean elementos relacionados con la eficacia específica de este tipo de guerra. Esto hace que el principio del Derecho Internacional Humanitario que exige no considerar los bienes civiles, indiscriminadamente, como objetivos militares, juegue en contra de la eficacia propia de este modelo de guerra. - La Guerra de Guerrillas, dadas sus características, no tiene posibilidad de financiarse sino con medios que son delictivos según los parámetros de la moral y el derecho públicos, tales como las formas extorsivas de obtener dinero, entre las cuales la más corriente es el secuestro o retención de personas adineradas para obligarlas a aportar a la financiación de la guerra. Esto entra en conflicto con otro de los principios del Derecho Internacional Humanitario, que es la prohibición de la “toma de rehenes”, aunque de suyo haya diferencias de fondo entre el secuestro y la toma de rehenes, pero las interpretaciones más corrientes identifican estas dos prácticas. Estas características de la GUERRA DE GUERRILLAS plantean un conflicto entre el campo de la EFICACIA propia de este tipo de guerra (que pretende, desde medios enormemente inferiores a los del adversario, desmontar un modelo de sociedad mediante el boicot, hostigamiento, destrucción o desgaste de los ejes de su funcionamiento económico político, con el fin de lograr cambios estructurales del modelo), y el campo del DERECHO EN LA GUERRA tal como ha sido formulado por las convenciones internacionales que configuran el Derecho Internacional Humanitario. Cabe preguntarse si, aún reconociendo este conflicto, es posible sin embargo establecer principios de Derecho Humanitario que salvaguarden sus postulados más universales, como fueron citados atrás y que son principalmente: * una máxima economía de sufrimientos, proscribiendo los que no son estrictamente necesarios dentro de estos medios de guerra; * respeto por los que no participan en el modelo de guerra del Estado/Para-Estado, tanto contra la insurgencia, como contra los sectores excluidos y reprimidos por el modelo de sociedad vigente que se pretende destruir; * proscribir medios o métodos de guerra que produzcan efectos indiscriminados con riesgo de afectar a personas o bienes que no pueden ser objetivos militares ni siquiera dentro del modelo de guerra de guerrillas. Se ha discutido mucho sobre cómo resolver, dentro del ámbito de la guerra, los conflictos entre los postulados de la EFICACIA y los del DERECHO y la MORAL, sin caer en la soluciones simplistas que se caracterizan por considerar solo un campo, desconociendo el otro, y que en consecuencia exigen: o bien acogerse al principio según el cual “el fin justifica los medios” y darle toda la primacía a la eficacia, sobre la base de que se trata de una guerra justa; o bien darle toda la primacía al derecho y a la valoración ética de los medios, acogiéndose al principio de que el Derecho Internacional Humanitario es absolutamente imperativo en sus formulaciones convencionales, así éstas hayan sido formuladas sobre los presupuestos de una guerra regular que no corresponde a las modalidades de la guerra de guerrillas, y así su observancia implique perder la guerra. En la búsqueda de salidas es también conveniente clarificar lo que significa EL TERRORISMO, ya que muchos medios y métodos utilizados dentro de la guerra de guerrillas son percibidos frecuentemente como “terroristas”, particularmente el ataque sorpresa; el tomar como objetivos militares muchos bienes civiles que constituyen puntales económico políticos del modelo de sociedad que se pretende desactivar o destruir; el camuflaje entre la población civil; la clandestinidad, etc. El Terrorismo, que se define como un miedo intenso generalizado, utilizado como medio de coerción , tiene dos elementos que lo constituyen: a) el afectar o poner en alto riesgo el núcleo de bienes más apreciados por el ser humano, como son la vida, la integridad y la libertad física. b) el borrar las fronteras entre los espacios o situaciones en que dichos bienes están protegidos y aquellos en que están en riesgo, de tal modo que el riesgo que afecta dichos bienes sea indeterminado, generalizado y difuso. En la medida en que un movimiento insurgente exprese claramente qué personas o bienes pueden ser objeto de sus ataques, dentro de qué lógica y dentro de qué condiciones, y en la medida en que esos parámetros se respeten y se desarrollen dentro de una economía máxima del sufrimiento, la sociedad podrá ir teniendo claro progresivamente dentro de qué áreas y condiciones sus bienes esenciales de vida, integridad y libertad física no estarán en riesgo, y por lo tanto el terrorismo no se daría en sentido estricto, a no ser por efecto de la propaganda. Pero frecuentemente se cree que el Terrorismo puede provenir solamente de grupos insurgentes o al margen de la ley y no tiene en cuenta el que proviene del Estado y de sus instituciones. Cuando los bienes esenciales de vida, integridad y libertad son puestos en alto riesgo mediante mecanismos que violan los principios del Estado de Derecho y esos mecanismos son agenciados, tolerados o incentivados por los agentes del Estado, tales como el para-militarismo y toda la gama de mecanismos ilegítimos de represión, incluyendo los jurídico legales, se tipifica así el Terrorismo de Estado. Al tratarse de una represión que desborda el marco de los principios del Estado de Derecho, borra la delimitación de espacios y condiciones en que la libertad física, la integridad y la vida pueden considerarse al abrigo de riesgos. 2. El conflicto armado que vive Colombia frente al Derecho Humanitario Aplicación de conceptos A la luz de las definiciones y caracterizaciones esquemáticas del capítulo anterior, se puede examinar el conflicto armado colombiano. A) El Derecho a la Guerra Un primer campo de análisis se puede referir al DERECHO A LA GUERRA, o sea al examen de los argumentos justificativos que se aducen para librar una guerra de guerrillas contra el régimen vigente en Colombia. Entre las opiniones expresadas en medios masivos de comunicación se pueden recoger algunas que son representativas de amplias franjas de opinión: En un artículo titulado “ Filosofía de la Paz ” (El Espectador, octubre 20/2000, pg. 9 A) , el Vicario Apostólico de Mitú, Monseñor Gustavo Ángel Ramírez, afirmaba: “Las preguntas cruciales son: ¿si una parte reclama su derecho y después de agotar los métodos pacíficos, fracasa, es lícita la guerra? Hasta ahora nadie ha negado este derecho, sobre todo si se trata de algo fundamental para un pueblo (...) Hay una cosa que debe quedar clara, y es que el vencedor no siempre tiene la razón y el derecho. El espectro de la guerra es más complicado cuando en las luchas intestinas se reclama la legitimidad del poder por cada bando. (...) Sin embargo, continúa valiendo la norma, según la cual, deben agotarse los medios pacíficos; si éstos no son posibles o no dan resultados, el agredido que se siente atropellado puede defender su justo derecho aun con la guerra, hasta obligar al contrario a pactar o a rendirse. Estos prolegómenos son suficientes para entender la guerra intestina que vive Colombia y tomar medidas para llegar a la paz”. Aunque dicho artículo parece, en sus párrafos finales, dirigido a criticar el modelo de “diálogos sin tregua” que se desarrollaban en El Caguán, y podría insinuar entre líneas que es el Estado el que tiene la razón para desarrollar una “guerra justa”, sin embargo, los principios expresados pueden aplicarse perfectamente a la legitimación de la guerra insurgente. Pero si tomamos más concretamente la PRIMERA CONDICIÓN para una guerra justa, que el mismo Monseñor Gustavo Ángel menciona, o sea, el agotamiento de los medios pacíficos para reclamar los derechos, hay opiniones que la niegan, como la del sacerdote jesuita Francisco De Roux, en su artículo “ La guerra a la que no hay derecho ” (El Espectador, febrero 13 de 2001, artículo respaldado por el editorial del mismo periódico el 18 de febrero del mismo año). El Padre De Roux afirma allí: “Esta guerra es injusta porque un medio tan costoso y destructivo solo puede justificarse si no hay otra alternativa para construir una nación, si es una propuesta de las mayorías, y si conduce pronto y con eficacia a la justicia social y a la paz; pero la actual guerra colombiana tiene alternativas en la negociación y en la lucha ciudadana, nunca ha sido aceptada por las mayorías, y no ha conducido a la justicia ni a la convivencia después de 40 años de dolor. Por eso es injusta (...) El único camino legítimo que nos queda es emprender juntos las inmensas transformaciones que reclama esta comunidad donde nos puso Dios, para que viviéramos sin excluir ni eliminar a nadie”. El Padre De Roux sostiene, pues, que hay otras alternativas para hacer valer los derechos de las mayorías: “la negociación y la lucha ciudadana”, y puesto que esas alternativas son posibles, según él, la guerra es injusta. Quizás el Padre De Roux cae en una trampa muy frecuente del lenguaje: confundir los deseos con las realidades. Es evidente que los deseos de todo el mundo convergen en que las luchas sociales por la justicia produzcan efectos en la transformación de las estructuras injustas. La realidad histórica de Colombia durante los últimos 60 años evidencia lo contrario: que esas luchas solo han producido el exterminio de los movimientos sociales que surgen de o se solidarizan con las capas oprimidas. Olvida, además, el Padre De Roux, que para conocer la voluntad de las mayorías nacionales habría que erradicar la infinidad de mordazas que el terror ha sembrado y los parámetros de desinformación de los mass media que imponen lecturas falsificadas de la realidad, sobre las cuales se construye la “opinión”. No hay que olvidar, además, que la opción por conquistar derechos justos para las mayorías puede entrar en contradicción con una “voluntad” alienada de las mayorías, impuesta por las capas dominantes a través de métodos inconfesables, lo que el educador filósofo brasileño Paulo Freire caracterizó como “la introyección del opresor por el oprimido”. Cuando se lee los manifiestos fundadores, así como las plataformas de lucha de las organizaciones insurgentes de Colombia, uno encuentra que allí se traza el perfil de grandes injusticias estructurales que afectan la vida y dignidad elementales de las grandes mayorías del país y se asegura que otros caminos para erradicar esas injusticias han sido bloqueados. Pero por fuera de los textos de la insurgencia, hay hechos históricos de bulto que no sería honesto ocultar o negar y que incluso nuestros más conservadores dirigentes políticos y hasta nuestros gobernantes de las últimas décadas los mencionan y censuran con frecuencia. Entre ellos cabría mencionar, como ejemplos: * El acto legislativo No. 6 de 1954 que declaraba “prohibida la actividad política del comunismo internacional”, ley que sirvió para perseguir todo tipo de organización y protesta de los oprimidos e incluso cualquier intento de oposición democrática al gobierno de turno, poniéndole la etiqueta de “comunista” e ilegalizándola en consecuencia. * El diseño y ejecución de la estrategia paramilitar del Estado bajo la imposición del gobierno estadounidense, a través de la misión militar de febrero de 1962 de la Escuela de Guerra Especial de Fort Bragg, estrategia que luego se refrendaría mediante el Decreto 3398 de 1965 [Ley 48 /68] y en la serie de manuales de contrainsurgencia del Ejército editados entre los 60s y los 80s. * La experiencia del fraude electoral del 19 de abril de 1970, reconocido por el mismo Ministro de Gobierno del momento, que des-estimuló por muchos años la participación electoral y legitimó un fuerte movimiento insurgente. * El genocidio de la militancia del partido político Unión Patriótica, que se prolonga hasta el presente en la eliminación de sus últimos restos. * El exterminio de muchos movimientos campesinos, sindicales, estudiantiles, indígenas y humanitarios, y de otras muchas fuerzas políticas de oposición más pequeñas, mediante la eliminación física de sus líderes y militantes más comprometidos, la judicialización de otros muchos y el desmonte disimulado, mediante el terror, de la militancia sobreviviente. Todo esto muestra que la práctica más persistente del Estado y del Establecimiento en los últimos 60 años ha sido la de impedir, mediante las formas de violencia más contundentes, a los movimientos sociales que propendan por la transformación estructural del modelo de sociedad, no solo que accedan al poder, sino incluso que vivan o existan o se expresen. Los métodos utilizados por el Estado y el Establecimiento solo han tenido un gran momento de rediseño: hasta finales de los 80 las fuerzas armadas oficiales ejecutaban ellas mismas en forma predominante la represión; a partir de entonces ceden el predominio a su brazo clandestino paramilitar. Si se toma la SEGUNDA CONDICIÓN para una guerra justa, o sea que los fines que se pretenda obtener a través de la guerra sean justificables y moralmente superiores a la realidad que se combate, habría que examinar los móviles, reivindicaciones y agendas de negociación de la insurgencia colombiana. Numerosos columnistas de los medios masivos reconocen que las inequidades sociales que se viven en Colombia están exigiendo una urgente reingeniería del Estado y reformas sociales muy profundas. Bastará citar al ex Presidente Andrés Pastrana, quien en la entrevista concedida al periodista Alfredo Molano y publicada en El Espectador el 24 de marzo de 1998 (pag. 9 A), poco antes de su elección como Presidente, afirmaba: “ El carácter político del conflicto armado colombiano es innegable. Este tiene origen y se alimenta en situaciones estructurales de injusticia y exclusión social, política y económica, aunque su degradación pareciera indicar en ocasiones que ha perdido su norte ideológico (...) Parto de la base de que lo que busca la guerrilla es una transformación de las estructuras políticas y económicas del país, que tiene sus principales trazos en las agendas de reconciliación que en tiempos recientes los grupos insurgentes han dado a conocer (...) He señalado que la paz auténtica del país supone la transformación de las estructuras sociales, políticas y económicas que nos encaminen hacia una justicia social. Si esas reformas llegan a exigir cambios en la Constitución del 91, por profundos que ellos sean, existen los procedimientos institucionales, en esa misma Constitución, que permiten abocarse a su reforma (...) La Colombia en paz es aquella en donde todos tengan un empleo digno y un ingreso justo, donde vivan con tranquilidad y seguridad y no esclavizados por el miedo; donde haya justicia; donde cada uno sea tolerante y respetuosos con las ideas de los demás; donde no imperen el hambre y la pobreza; donde no se maltrate a nuestros niños; donde los campesinos puedan trabajar sus tierras”. Sobraría todo comentario sobre la superioridad moral de la sociedad que se busca como objetivo final del conflicto. Pero hay opiniones que, por provenir de donde provienen, muestran lo generalizado de la opinión sobre la necesidad del cambio estructural. Así, el editorial del diario El Tiempo del 5 de febrero de 2002, un diario que en largos períodos ha apuntalado el para-militarismo y las políticas más represivas contra todo movimiento popular, silenciándolos, difamándolos y estigmatizándolos, afirma: “¿Tendrá capacidad de reflexión el establecimiento colombiano? Al cabo de dos siglos de gobiernos de distintos cortes, tenemos un país descuadernado por la guerra, con unas escandalosas injusticias que arrastra desde la Colonia y que provocan informes periódicos de organismos de derechos humanos y respuestas, igualmente escandalosas, de los funcionarios de turno (...) El establecimiento, con negociación o sin ella, está en mora de “darse la pela”, hacer el inventario de cuántas veces le ha puesto conejo al país y emprender, con firmeza y sin más demoras, una ambiciosa agenda de profundas transformaciones que este país está pidiendo a gritos. ¿Por qué esperar a que “Tirofijo” nos ponga ante la disyuntiva de qué es lo que estamos dispuestos a negociar? El régimen de tenencia de la tierra en Colombia -sin incluir la que han amasado impunemente narcotraficantes que respaldan a los paramilitares- pertenece a siglos enterrados. La inicua desigualdad en la distribución del ingreso, los abusivos privilegios que han crecido a la sombra de la política y las instituciones, la administración de justicia, los impuestos, el acceso a la educación y la salud deben ser objeto, entre muchos otros, de drásticos cambios” (No menciona El Tiempo, y ello se comprende, la manipulación de la información en que ellos han participado y que hace nugatorio el derecho democrático a la información y a la comunicación). Sobre los alcances de una negociación con la insurgencia, el mismo editorial conceptúa: “Quienes opinan que la revolución no se hace por contrato y creen con increíble simpleza que lo único que hay que negociar con la guerrilla es su desmovilización a cambio de algunas prebendas, son tan ilusos como quienes nos venden la perspectiva de la guerra total. Tampoco será suficiente entregar un pedazo de poder a un grupo armado sin legitimidad o esperar a que la guerrilla lo pida. El establecimiento colombiano, que por tantos años no ha mirado más allá de su ombligo, está en mora de meterse la mano al bolsillo, y hondo. Adentro no solo encontrará plata. También encontrará la fuente de la legitimidad que le falta”. (El Tiempo, 05.02.02, pg. 1-12). Fue muy sintomático de la conciencia generalizada que existe en los más diversos y opuestos sectores de la sociedad colombiana acerca de la urgencia de un cambio de estructuras, el diagnóstico que hicieron quienes se reunieron en Mainz, Alemania, entre el 13 y el 15 de julio de 1998, para iniciar una serie de diálogos entre el ELN y la sociedad civil. La senadora conservadora María Isabel Rueda lo relató así en su crónica, aparecida en la revista Semana, en su edición del 20 de julio de 1998 (pg. 43): “ Los asistentes se dividieron en tres grupos de trabajo, que deberían examinar la actual crisis del país, y para nadie fue una sorpresa que hubiera casi total coincidencia entre los representantes del sistema y de la subversión: un Estado débil, ausente y corrupto, una falta de valores y una degradación de la cultura, una ausencia de proyectos colectivos de nación, una frustración general hacia la política y una gran inequidad en cuanto al poder y a las oportunidades educativas y económicas. Acerca del factor de la violencia, hubo especial discusión: los representantes de la guerrilla la justificaban como efecto de la crisis nacional, y los representantes del sistema la acusaban de ser retroalimentadora de la crisis. Y antes de enfrascarnos en el problema del huevo y de la gallina, si la pobreza genera violencia o si la violencia genera pobreza, todos los asistentes estuvieron de acuerdo en que cualquier solución a la violencia tiene que pasar por un tratamiento a la pobreza”. Aún en momentos muy dolorosos para el país, de esos en los que los mass media cierran filas para condenar a la insurgencia, como fue la ejecución en cautiverio, por las FARC, del Gobernador de Antioquia y de su Asesor de Paz el 5 de mayo de 2003, es sintomático que el representante personal para Colombia del Secretario General de la ONU, James Lemoyne, señalara nuevamente, en una entrevista, la raíz económico social de la guerra: “Si la clase política, social y económica de este país no entiende que por lo que está pasando este país es por una profunda crisis social y por una profunda expresión de polarización, que nutre la lucha armada, esto se empeora. Se requiere cambio de mentalidad y reformas profundas. Me impresionó que las viudas de Gilberto Echeverri y Guillermo Gaviria, familias de clase alta, aún con su atroz muerte, me dijeran que se mantienen en la posición de sus esposos, que era la de que este país requiere profundas reformas y una solución negociada” (El Tiempo, 18.05.03, pg. 1-6). Y en la entrevista aparecida el mismo día en El Espectador, añadía: “Este es uno de los peores conflictos del mundo, una de las peores crisis humanitarias, tienen casi dos millones de desplazados que ponen al país a nivel de Angola, el Congo y Sudán. Tiene una de las tasas de inequidad social más altas del mundo, de concentración de riqueza más altas del mundo. Lo que no entiendo es cómo la tremenda inteligencia y capacidad en la clase alta y media de este país, no hace entender que se requieren profundas reformas” (El Espectador, 18.05.03, pg. 6 A). Si se toma la TERCERA CONDICIÓN de una guerra justa, o sea, que los males causados por la misma guerra no sean de mayor magnitud que los bienes que se pretende obtener a través de ella, esta condición tiene una versión simplificada que podría formularse así: ¿es lícito empeñarse en una guerra que no puede ser ganada?. El ex Presidente Andrés Pastrana, en la entrevista citada en el punto anterior, afirmaba: “La solución al conflicto armado mediante la obtención de una victoria militar es impensable. En primer término, porque la naturaleza irregular del conflicto hace imposible la configuración de un escenario de confrontación que permita la imposición militar de una de las partes frente a la otra; en segundo lugar, porque el conflicto colombiano muestra signos alarmantes de degradación expresados en los ataques permanentes contra la población civil no combatiente, que lejos de acercar al fin de la guerra, la agudiza. Pero lo que es más importante, porque la experiencia universal señala que la victoria militar no resuelve las condiciones objetivas que subyacen en el conflicto, con lo cual no se logra paz duradera”. Esta tesis es muy representativa de amplios sectores de opinión, incluso de algunos miembros de las fuerzas armadas del Estado. Según ella, esta guerra no la puede ganar ninguna de las dos partes, y por tanto se podría prolongar indefinidamente causando cada vez más destrozos. El planteamiento ético que se desprende de aquí lo sintetiza muy bien el político y pensador liberal Hernando Gómez Buendía, en un artículo aparecido en la revista Semana (edición del 23 de julio de 2001, pg. 15): “¿Es lícito empeñarse en una guerra que no puede ser ganada? La respuesta, en efecto, suena fácil: la validez de una causa no depende de su probabilidad de éxito. O, al menos así opinan las que Weber llama “éticas de convicción”, para las cuales hay que hacer lo correcto a cualquier costo: la violencia es lícita mientras busque acabar con la injusticia. Y sin embargo las otras éticas -“éticas de responsabilidad”- parten de un supuesto contrario y menos debatible: para juzgar la moralidad de mis actos, debo pensar en su impacto sobre los demás. Tal es la base del consecuencialismo, que Roty con razón juzga “el criterio que nos convierte en una humanidad madura”. Más aún cuando se trata de actos públicos, de decisiones que afectan a tantos de una manera tan grave. De suerte, pues, que en las éticas maduras, es inmoral sostener una guerra que no puede ser ganada: los costos jamás compensarían los beneficios. Pero en Colombia no estamos para finuras como esa de la madurez. Y así, en gracia del argumento, supongamos que la injusticia del país es repugnante y que esto justifica la violencia revolucionaria. Marulanda, Gabino y los demás tendrían una razón válida para la lucha armada. Pero entonces les estalla en la cara un segundo problema: aun cuando sea justa, la guerra tiene límites ...” El autor se introduce enseguida en el problema de los medios para hacer la guerra y del Derecho Humanitario, y dentro de ese análisis aduce que “el para-militarismo por definición existe para hacer aquello que los militares no pueden hacer: saltarse los límites de la guerra”. Al final de su artículo, el Dr. Gómez Buendía sienta su tesis de que “la guerra de guerrillas en Colombia no es una guerra justa (...) porque no cumple ninguna de las tres condiciones que demandan los filósofos morales” (no hay un dictador sanguinario, no es imposible apelar a otros medios como las elecciones, ni representa un sentimiento general del pueblo, condiciones que se han sido analizando en este escrito). Sin embargo, se pregunta: “Si las FARC o el ELN acataran el DIH ¿sería justa la guerra? El pacifismo diría que no: la guerra jamás es justa. Todas las demás filosofías morales admiten la posibilidad de una guerra justa”. Esto deja muy claro que frente a este problema hay posiciones diferentes según se siga uno u otro sistema ético: o la ética de la convicción, o la ética de la responsabilidad, como las caracteriza Max Weber. Pero aún la ética de la responsabilidad que es la preferida indiscutiblemente por el Doctor Gómez Buendía, deja planteados problemas ineludibles como éste: ¿renunciar a la guerra porque no haya condiciones para ganarla, acaso no implica opciones inmorales como aceptar las injusticias estructurales vigentes, sobre todo cuando ha quedado demostrado que los medios pacíficos de lucha son inútiles? Esto explica que muchos combatientes opten por la guerra, no porque crean que pueden ganarla, sino porque consideran ético mantener al menos en continuo hostigamiento y desestabilización un sistema de iniquidad, y otros porque consideran que aun una lucha sin esperanza es lo único que salva el sentido de sus vidas, al menos para morir destruyendo lo que consideraron inicuo y así construir su identidad moral mediante un No rotundo a la iniquidad. Según estos últimos, comprometerse únicamente con lo que pueda tener éxito equivaldría a relativizar totalmente los valores, o en otros términos, a renunciar definitivamente a la ética. El problema del DERECHO A LA GUERRA se enfrenta, en esta coyuntura histórica del país, con la posibilidad de la NEGOCIACIÓN, o sea, de una solución política y no militar al conflicto armado. Si dicha negociación es posible, los argumentos en favor de la continuidad de la guerra perderían su fuerza. Sin embargo, hay que analizar diversos modelos de negociación y confrontarlos con los argumentos que sustentan el derecho a la guerra. Un primero modelo de negociación se podría caracterizar como “APERTURA DEMOCRÁTICA”. Dentro de este modelo la negociación estaría restringida a discutir y acordar mecanismos que garanticen la participación de la insurgencia en las prácticas democráticas vigentes, sin que su militancia tenga que pagar el precio del genocidio, del exterminio, de la desaparición forzada, de la tortura, del encarcelamiento arbitrario o de muchas otras formas de persecución. La meta principal de este modelo es crear condiciones y garantías para que la insurgencia pueda conformar una fuerza política legal y participar en condiciones de igualdad con las demás fuerzas políticas en los procesos electorales, con sus propuestas propias. Un segundo modelo de negociación se podría caracterizar como “AGENDA DE CAMBIOS”. Dentro de este modelo la negociación no se restringe a mecanismos y garantías de participación de la insurgencia en la prácticas vigentes de democracia, sino que se centra en la discusión de las mismas transformaciones estructurales que la insurgencia propone, no para tomar una decisión final sobre ellas sino para buscar un consenso social alrededor de esas propuestas y prepararlas para una ratificación democrática. El proceso de negociación desarrollado durante la administración Pastrana pareció encuadrarse en el segundo modelo, aunque su legitimidad fue impugnada desde muchos ámbitos (aun internacionales) y dejó muchos interrogantes metodológicos. Este modelo solo puede entenderse a la luz de la historia de la violencia en Colombia, que muestra contingentes de amnistiados y desmovilizados asesinados y desaparecidos y partidos políticos que surgieron de procesos de paz completamente exterminados. El mismo ex Presidente Andrés Pastrana, al responder a una entrevista hecha por el periodista Ramón Pérez - Maura del diario ABC de Madrid, España, el 6 de septiembre de 1998 (pag. 12 a 14) aborda este problema. Cuando el periodista le preguntó: “¿De verdad se imagina a “Tirofijo” sentado en el Senado?”, el Presidente Pastrana responde: “Lo más triste es que ya quisieron hacerlo en el pasado por medio de la Unión Patriótica. Si se me permite decirlo, la Unión Patriótica fue una avanzada de las FARC para ver de qué manera podían entrar ellos a participar en el proceso democrático de Colombia. Desafortunadamente, por múltiples motivos, liquidaron la Unión Patriótica y fue perseguida. Eso fue lo que los devolvió a la selva”. Tal reconocimiento le deja al lector un planteamiento implícito: ya no hay autoridad moral alguna para pedirle a la insurgencia que vuelva a ensayar el primer modelo, pues sería solicitarle que acepte el suicidio. En otras palabras, las circunstancias históricas y la naturaleza violenta del Estado y del Establecimiento colombianos imponen como única salida el segundo modelo. Pero además plantean el interrogante sobre en qué momento podría darse la desmovilización de la insurgencia. Se sobreentiende que las trampas históricas pueden repetirse y que el genocidio de los movimientos populares y el exterminio de una insurgencia desmovilizada también pueden darse después de pactadas las reformas sociales a través de un plebiscito o de una constituyente. También es posible que se reedite la historia de las negociaciones de paz llevadas a cabo en El Salvador y en Guatemala, donde las reformas pactadas no se cumplieron y eso que no eran reformas sociales estructurales sino garantías más acordes con el primer modelo. Por esto, el camino de la negociación en Colombia tendrá que ser inédito. B) El Derecho En La Guerra Un segundo punto en la aplicación de los conceptos al caso colombiano puede centrarse en el DERECHO EN LA GUERRA, o sea en el discernimiento de los métodos y medios que se utilizan en el conflicto armado colombiano. En este campo se podrían distinguir dos grandes conjuntos de problemas, según el alcance más general o más restringido que tienen, y también según el nivel de conflicto con el Derecho Internacional Humanitario: un primer conjunto se puede agrupar bajo el tema de los OBJETIVOS MILITARES, tanto en lo relativo a personas como a bienes físicos; un segundo conjunto se puede agrupar bajo el tema de la ECONOMIA DE SUFRIMIENTO. El primer conjunto de problemas, o sea el de los OBJETIVOS MILITARES, se origina en las características específicas del modelo de guerra de guerrillas y se agrava a causa de su confrontación con el modelo de guerra sucia adoptada por el Estado y el Establecimiento colombianos para enfrentar a la insurgencia: * Mientras en la guerra regular el único objetivo militar lícito es el combatiente armado en acción bélica, o como lo formula uno de los grandes expertos en DIH, “Solo se puede matar al soldado que puede matar”, [1] en esta modalidad de guerra el objetivo militar humano se extiende más. * Mientras en la guerra regular es posible delimitar claramente la población combatiente y la población civil, en esta modalidad de guerra las fronteras son más difusas y franjas más amplias de población civil están involucradas en el conflicto. * Mientras en la guerra regular solo son objetivos militares los bienes físicos que están al servicio directo de la acción bélica, en esta modalidad de guerra el blanco de ataque es mucho más amplio, puesto que la guerra de guerrillas se propone desmontar un modelo económico social. Para entender cómo se plantea este problema concretamente en Colombia hay que examinar las prácticas históricas de las Partes en conflicto y los documentos-guía que las sustentan, donde se revelan sus estrategias y fines. Como es sabido, antes de que nacieran las actuales organizaciones insurgentes colombianas (1964/1965) se había adoptado ya una estrategia contrainsurgente paramilitar por parte del Estado colombiano (1962). La directriz fue trazada en un “Suplemento Secreto” al Informe sobre la visita a Colombia realizada por el General Yarborough, Director del Centro de Investigaciones de la Escuela de Guerra Especial de Fort Bragg (Carolina del Norte) del Ejército de los Estados Unidos, en febrero de 1962 [2] . Dicha directriz pide “seleccionar personal civil y militar con miras a un entrenamiento clandestino en operaciones de represión (...) con miras a desarrollar una estructura cívico militar (...) (que) se usará para presionar cambios sabidos, necesarios para poner en marcha funciones de contra-agentes y contra-propaganda y, en la medida en que se necesite, impulsar sabotajes y/o actividades terroristas paramilitares contra los partidarios conocidos del comunismo ”. Esta clara directriz que tiene su implementación “legal” en el Decreto 3398 de 1965 que autoriza entregar armas de uso privativo de las fuerzas armadas a civiles (art. 33) y utilizar a la población civil en tareas militares (art. 25), se concreta más en la serie de MANUALES DE CONTRAINSURGENCIA, unos traducidos de otros países y otros elaborados en Colombia, publicados mediante Resoluciones expresas por la Alta Comandancia de las Fuerzas Militares para servir de guías en la acción contra-insurgente del Estado. Todos estos instrumentos tienen tres características: 1) Involucran a la población civil en el conflicto armado. 2) Ponen a la población civil como blanco u objetivo de la acción contra-insurgente del Estado. 3) Miran a erradicar una forma de pensar, marcada allí con la etiqueta de “comunismo”. [3] Todos los manuales de contra-insurgencia contienen directrices concretas para organizar a la población civil como grupos armados auxiliares del Ejército denominados “Autodefensas”, pero además son muy explícitos en señalar que el enemigo al cual se debe combatir está principalmente entre la población civil. El manual de 1963 afirma que la guerra moderna consiste en enfrentarse “a una organización establecida en el mismo seno de la población” (pg. 64) y que “es entre los habitantes que se desarrollan las operaciones de guerra” (pg. 51) y el manual de 1979 incluye entre los aspectos teóricos que deben conocer los soldados en su entrenamiento “el significado de la población civil como uno de los principales objetivos en la guerra irregular” (pg. 79-80). El manual de 1987 afirma sin ambages: “Dos grandes grupos se pueden distinguir dentro de las fuerzas insurgentes: población civil insurgente y grupo armado” (pg. 19) y el manual de 1979 clasifica los paros, las huelgas, las organizaciones estudiantiles, el movimiento sindical y otras formas de organización popular como maneras “como se manifiesta la guerra revolucionaria en el país” (pg. 115 y 195). Los capítulos más extensos de estos manuales están dedicados a la “Inteligencia” y a la “Guerra Sicológica” y en ellos se prescriben infinidad de métodos de control, hostigamiento y represión contra la población civil, sin detenerse ante los procedimientos más repugnantes éticamente. Queda fuera de toda duda que desde antes de que nacieran los actuales grupos guerrilleros el Estado colombiano ya había adoptado una estrategia de guerra contra-insurgente que incorporaba como pieza clave las ESTRUCTURAS PARAMILITARES de población civil como parte de la fuerza de combate, y que estaba enfocada hacia la POBLACIÓN CIVIL como principal blanco enemigo, apoyándose en las doctrinas norteamericanas de la “Seguridad Nacional”, según la cual, el enemigo que había que erradicar era un enemigo ideológico, una manera de pensar, con la cual simpatizaban naturalmente las capas empobrecidas de la sociedad. Por su parte, los grupos insurgentes que adoptan el modelo de la guerra de guerrillas, consideran que su lucha no tendría perspectiva si no incentivan una toma de conciencia sobre los mecanismos de la opresión en sectores campesinos, obreros, estudiantiles, intelectuales, etc. y un desarrollo de movimientos reivindicativos y de protesta social que se articulen directa o indirectamente con la lucha insurgente, convergiendo ambos en los esfuerzos por transformar las estructuras sociales injustas y calibrando permanentemente en qué medida ese objetivo se podría lograr con menor acción militar y mayor acción política o viceversa. Al mismo tiempo, los grupos insurgentes toman como blanco el modelo de sociedad vigente con miras a sabotear su funcionamiento en puntos neurálgicos de sus puntales económico políticos. Esto implica ataques a personas claves de ese funcionamiento, ya sea porque estorban de manera importante cualquier transformación, ya porque participan en modalidades de opresión o de represión inhumanas contra sectores indefensos de la población. Por añadidura, gran parte de su financiación la extraen de retenciones extorsivas a personas adineradas que también son población civil. Estas dos dinámicas de guerra que configuran el modelo realmente vigente en Colombia, muestran a las claras que la POBLACIÓN CIVIL está en el corazón del conflicto, como blancos de ataque u objetivos militares, como combatientes o como auxiliares de combate, de uno y otro bando. En el momento de discernir las fuerzas que favorecen u obstaculizan una ventaja militar sobre el adversario -que es el objetivo central de cualquier modelo de guerra- desgraciadamente la población civil no es ajena. Cualquier búsqueda de salidas al conflicto tiene que tener en cuenta esta trágica realidad. Por lo mismo, un principio que aparece tan central en las formulaciones del Derecho Internacional Humanitario, el de la distinción neta entre población civil y población combatiente, con las numerosas normas concretas que miran a excluir a la población civil de los efectos de la guerra, no tiene aplicación posible en este contexto concreto y dentro de este modelo concreto e histórico de guerra, tal como aparece en las formulaciones estratégico tácticas de ambos polos del conflicto. Esta trágica realidad muestra que una NEGOCIACIÓN DE PAZ no podría separar tajantemente el CAMPO HUMANITARIO del CAMPO SOCIAL Y POLÍTICO, o en otros términos el DERECHO EN LA GUERRA (discernimiento de métodos y medios) del DERECHO A LA GUERRA (móviles esenciales que legitiman la guerra). En efecto, el involucramiento de franjas de la población civil en el conflicto, ya como blanco de ataque, ya como fuerza de ataque, hace parte de los móviles bélicos de ambos bandos y de sus concepciones estratégicas esenciales. Pensar en ejércitos de combatientes que se enfrenten entre sí, guardando “grandes distancias” de la “población civil”, no deja de ser una simulación engañosa dentro de esta realidad bélica histórica y concreta: el Ejército oficial con su cada vez más enorme brazo paramilitar perdería el sentido de su lucha que es eliminar una forma de concebir la sociedad y exterminar a todos los que simpaticen con ella; y a su vez la insurgencia perdería el sentido de su lucha que es desmontar un modelo de sociedad gerenciado en su mayor parte por “civiles”. Entender la dinámica real de una situación, por repugnante que sea, y no encubrirla o disimularla con ropajes irreales, hace parte de las premisas par encontrar alguna salida a los problemas. El segundo conjunto de problemas relativos al DERECHO EN LA GUERRA, o sea, el de la ECONOMÍA DE SUFRIMIENTO, puede agrupar una gran cantidad de principios y normas del Derecho Internacional Humanitario cuya aplicación ya no entra en conflicto con las concepciones estratégicas de esta guerra concreta que se libra en Colombia. Aquí hay un campo más fácil para la negociación y la mediación, que consistiría en urgir a las Partes a aplicar esos principios. Uno de los expertos que participó en los trabajos preparatorios de las Convenciones de Ginebra de 1949 y que fue por muchos años director del Instituto Henry Dunant (que lleva el nombre del fundador de la Cruz Roja Internacional) y Vicepresidente del Comité Internacional de la Cruz Roja, Jean Pictet, resume así el principio básico de este campo: * “De hecho, la guerra (...) consiste en emplear la coacción necesaria para obtener (un) resultado. Por consiguiente, no tiene objeto toda violencia que no sea indispensable para alcanzar esa finalidad. Por lo tanto, si tiene lugar, es absolutamente cruel y estúpida. Para lograr su objetivo, que es vencer, un Estado implicado en un conflicto tratará de destruir o debilitar el potencial bélico del enemigo, con el mínimo de pérdidas para sí mismo. Este potencial está integrado por dos elementos: recursos en hombres y recursos en material. Para desgastar el potencial humano -por el cual entendemos los individuos que contribuyen directamente en el esfuerzo bélico- hay tres medios: matar, herir o capturar. Ahora bien, estos tres medios son equivalentes en cuanto al rendimiento militar; seamos francos: los tres medios eliminan con idéntica eficacia las fuerzas vivas del adversario. En lo humanitario, el razonamiento es diferente: la humanidad exige que se prefiera la captura a la herida, la herida a la muerte, que, en la medida de lo posible, no se ataque a los no combatientes, que se hiera de la manera menos grave -a fin de que el herido pueda ser operado y después curado- y de la manera menos dolorosa, y que la cautividad resulte tan soportable como sea posible” [4] El Derecho Internacional Humanitario trata de señalar, pues, los LIMITES en el desarrollo de la guerra: * Hay LIMITES EN RAZON DE LA PERSONA HUMANA. Unos de estos límites se refieren a la EXTENSIÓN, o sea, a qué franjas de personas se pueden extender los ataques bélicos, y en este punto ni el modelo de guerra de guerrillas ni el modelo de guerra sucia paramilitar del Estado se acomodan al principio del DIH de limitar la acción bélica a los combatientes armados, como se vio antes. Sin embargo puede haber aquí un campo de negociación que mire a restringir las categorías de personas no combatientes que puedan ser objetivos militares. Otros de estos límites se refieren a Los VALORES humanos que pueden ser afectados por la acción bélica, particularmente: vida, integridad (física, psíquica y moral) y libertad. Ya este campo permite más discernimiento, o si se quiere, mayor margen de negociación sobre los LÍMITES: se puede discutir sobre criterios y mecanismos para una cierta “economía de la muerte”, afinando, restringiendo y extremando las circunstancias en que un “enemigo bélico” deba ser eliminado, o afinando políticas de Estado que miren a disuadir a los agentes estatales y paraestatales de sus prácticas genocidas. Pero el campo que más posibilidades de negociación ofrece es el que toca al valor de la LIBERTAD: se pueden negociar límites en la práctica del secuestro o retención con fines económicos que practica la guerrilla; se puede negociar el tratamiento a los prisioneros de guerra de ambas partes y a los prisioneros políticos, comenzando por la revisión de la tipificación de los delitos, de las penas y de los procedimientos investigativos que se refieren al “delito político”; se puede negociar sobre el campo de las garantías procesales, tanto para el caso de las retenciones que hace la insurgencia, como para el caso de los presos del Estado; se puede negociar sobre la asistencia humanitaria y sobre las garantías de organismos nacionales e internacionales que desarrollan labores humanitarias; se puede negociar sobre mecanismos de control y verificación que lleven a erradicar la práctica de la tortura, así como mecanismos de erradicación del terrorismo, tanto en el alcance que pueden tener ciertas prácticas de la insurgencia como en las modalidades de terrorismo de Estado. * También hay LIMITES EN RAZÓN DEL LUGAR. Ya se vio que la modalidad de guerra de guerrillas no admite la distinción entre objetivos estrictamente militares, en cuanto están al servicio directo de la acción bélica, y bienes civiles, pues hay muchos de éstos que constituyen puntales de funcionamiento y mantenimiento del modelo económico político de sociedad que se quiere desmontar y cuyo boicot es fundamental dentro del modelo de guerra de guerrillas. Sin embargo, hay principios y normas del DIH que piden proteger ciertos bienes de gran valor humano y social, cuya relación trasciende los modelos sociales injustos, como son los bienes culturales y religiosos, o impedir daños demasiado graves, como el desencadenamiento de fuerzas peligrosas, o el control de alimentos que pueda producir hambre en sectores de la población no combatiente, o el pillaje que es en sí mismo un extremo de degradación de la guerra. Aquí también hay un amplio campo de negociación para una “humanización del conflicto”, creando ZONAS HUMANITARIAS con determinados mecanismos de control, como han intentado ser las Comunidades de Paz; proscribiendo el control de alimentos, los ataques a determinadas edificaciones o instituciones, etc. * También hay LIMITES EN RAZON DE LAS CONDICIONES. Hay métodos y medios de guerra que por su misma naturaleza favorecen el derroche de sufrimiento y que no son utilizables dentro de criterios de una economía de sufrimiento. Aquí hay otro campo amplio para una negociación que mire a proscribir, de parte y parte, ciertos tipos de armas y de procedimientos (minas, cilindros, bombardeos desde el aire, fumigaciones, armas trampa, procedimientos-trampa cercanos a la perfidia, etc.). C) Notas sobre la negociación en torno a los LÍMITES Una negociación en torno a los LÍMITES de los medios y métodos de guerra (o sea, en torno al DERECHO EN LA GUERRA) se puede concebir como un primer paso hacia una solución política del conflicto armado, o lo que se ha llamado un “ proceso de humanización de la guerra ”. Es muy difícil que, si no existe una perspectiva de terminar la guerra mediante la búsqueda de soluciones racionales a aquellos factores que han justificado la guerra, se acepte entrar en este período. Por eso un período de “humanización de la guerra” (o si se quiere, de “disminución de la intensidad del conflicto”), que necesariamente obliga a discernir, discutir y negociar en torno a criterios humanitarios, constituye un ejercicio de razón y de humanidad que por su misma naturaleza va aclimatando un diálogo en torno a los factores irracionales e inhumanos que han justificado el alzamiento en armas, y además va creando climas de confianza y eliminando prejuicios y odios que encuentran su mejor caldo de cultivo en el desarrollo de cualquier confrontación bélica, mucho más cuando ésta no respeta una máxima economía de sufrimiento sino que parece apostar por el máximo derroche de sufrimiento. Sin embargo, una negociación en torno a los LÍMITES debe ser muy cuidadosa en el establecimiento de prioridades, no sea que todo el proceso quede avocado a la inutilidad. Si no se enfrentan con la debida prioridad los factores más generales que condicionan o sirven de fundamento a los otros, la negociación puede frustrarse en absoluto. En las circunstancias concretas de Colombia, este criterio de priorización exige avocar en primerísimo lugar, como base fundamental para poder avanzar, el problemadelPARAMILITARISMO. Nosetrata aquí de un capricho o de afirmar una posición que le otorgue una ventaja, de entrada, a la insurgencia. Se trata de enfrentar la esencia misma del para-militarismo con sus alcances. El diario El Tiempo, en su editorial del 6 de febrero de 2002 (pg. 1-14) recoge la lectura que hacen del fenómeno sectores importantes de la comunidad internacional: “En el exterior se les considera el principal lunar en el prestigio de las Fuerzas Armadas, y gobiernos y organizaciones de derechos humanos señalan con preocupación una suerte de división tácita de tareas: los militares haciendo la parte “limpia” y los “paras” la sucia, en una misma guerra en la que ambos serían aliados de hecho contra un enemigo común”. Pero quien mejor ha caracterizado la esencia del para-militarismo es el escritor liberal Hernando Gómez Buendía: “El para-militarismo por definición existe para hacer aquello que los militares no pueden hacer: saltarse los límites de la guerra ”. [5] Si se trata de una negociación en torno a los LÍMITES de la guerra, lo primerísimo que hay que enfrentar es una opción tan clara por “SALTARSE LOS LÍMITES” en una de las partes. Sin esto, toda la negociación queda frustrada en su misma raíz. ¿De qué serviría, en efecto, pactar criterios de economía de vidas humanas, de alivio en las condiciones de pérdida de libertad de los secuestrados, prisioneros de guerra, presos políticos, etc. entre la insurgencia y las instituciones legales del Estado, si éste tiene un brazo clandestino concebido estructuralmente para burlarse de todos estos pactos y saltarse todas las barreras? De nada sirve, por ejemplo, pactar la inviolabilidad de determinadas zonas humanitarias protegidas, si los paramilitares pueden entrar en cualquier momento a ellas y asesinar a los mismos acompañantes y observadores externos y el gobierno alegar que “no tiene responsabilidad alguna en la agresión ni capacidad de controlarla”? De qué sirve que el gobierno firme promesas de no agredir a los sindicalistas ni a las comunidades de paz ni a organizaciones populares ni a los defensores de derechos humanos, si los paramilitares lo hacen con plena tolerancia, ceguera voluntaria y cooperación de todas las autoridades y con garantía de impunidad, mientras el gobierno alega que es porque “escapan a su control” pero que “tiene voluntad de perseguirlos”? Mientras no haya un período suficientemente prolongado para que el Estado demuestre efectivamente que ha desmontado o está desmontando la estructura que creó para SALTARSE LOS LÍMITES DE LA GUERRA, no tiene ningún sentido sentarse a negociar sobre los LÍMITES DE LA GUERRA. Una vez que pueda verificarse que ese desmonte es un hecho, al menos en proceso, la negociación sobre los LÍMITES, o sea, sobre el DERECHO EN LA GUERRA, puede avocarse en varios campos. Para que sea realista, no puede basarse en el supuesto de que la guerra ha terminado o que han desaparecido los factores que la justificaron. Es utópico pensar que en esa etapa de las negociaciones, o sea, cuando se busca “humanizar la guerra” o “bajarle la intensidad al conflicto”, puedan desaparecer prácticas relacionadas con la financiación de la guerrilla, como el secuestro o “retención con fines económicos” como la insurgencia lo denomina, o ciertas actividades de sabotaje al modelo económico político, o ciertas acciones que miran a “matar a soldados que los puedan matar”. Es necesario ser muy conscientes de que se trata de negociar LÍMITES humanitarios, y de que LA GUERRA NO HA TERMINADO, pues su verdadero final hace parte de otra etapa de negociación más de fondo que son las transformaciones estructurales. Javier Giraldo M., S. J. Bogotá, abril 2003 [1] Pictet, Jean, Desarrollo y Principios del Derecho Internacional Humanitario, TM Edit., Bogotá, 1997, pg.76 [2] El texto está archivado en la casilla 319 de los Archivos de Seguridad Nacional, Biblioteca Kennedy, y está citado por McClintock Michael, “Instruments of Statecraft”, Pantheon Books, New York, 1992, pg. 222. [3] Entre los MANUALES DE CONTRAINSURGENCIA más conocidos, que han orientado la acción de las Fuerzas Armadas desde los años 60, se pueden citar: OPERACIONES CONTRA LAS FUERZAS IRREGULARES, editado por el Ejército en septiembre de 1962 como traducción del manual FM-31-15 del Ejército de los Estados Unidos; LA GUERRA MODERNA, traducción del texto del francés Roger Trinquier en el que sistematiza las experiencias contra-insurgentes en Argelia y en Vietnam, editado por el Ejército como No. 12 de su biblioteca en 1963; REGLAMENTO DE COMBATE DE CONTRAGUERRILLAS, EJC J-10, aprobado por la Disposición 005 del Comando General de las Fuerzas Militares el 9 de abril de 1969; INSTRUCCIONES GENERALES PARA OPERACIONES DE CONTRAGUERRILLAS, editado por la Ayudantía General del Comando del Ejército en 1979; COMBATE CONTRA BANDOLEROS Y GUERRILLEROS, EJC-3-101, aprobado por Disposición 00014 del Comandante del Ejército el 25 de junio de 1982; REGLAMENTO DE COMBATE DE CONTRAGUERRILLAS, EJC-3-10, aprobado por disposición 036 del Comandante General de las Fuerzas Militares el 12 de noviembre de 1987. [4] Pictet, Jean, o.c. pg. 74 [5] Gómez Buendía, Hernando, columna en la revista Semana, edición del 23 de julio de 2001, pg. 15 (subrayado nuestro)
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Javier Giraldo