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21/02/2012

Lo vivido en la cárcel de Comayagua —a 90 kilómetros del norte de Tegucigalpa—, el infierno que dejó un saldo de 358 muertos, algunos identificados apenas con muestras de ADN ya que sus cuerpos se encontraban calcinados por el producto de las incesantes llamas, es un reflejo de la realidad carcelaria de Latinoamérica. De la incompetencia de los gobiernos al no poder superar un drama humano adentro de esos muros.

“Hágase justicia aunque el mundo perezca”, se lee a la entrada de la penitenciaría. Pero en la mayoría de las cárceles de Latinoamérica no sólo no se hace justicia sino que, también, el mundo perece al interior. Sólo basta con revisar los estudios que sobre los centros penitenciarios existen: las tasas de encarcelamiento, desde 1998, así como la población penitenciaria, han aumentado de manera constante (con excepción, tal vez, de Venezuela). En algunos países se ha duplicado. Demostrando, de paso, que la cárcel y el sistema punitivo se ven en esta parte del hemisferio como las principales herramientas para acabar con muchos problemas que tienen más que ver con el entorno social.

Y, de igual forma, basta revisar los fallos de la justicia: en su gran mayoría (como fue el caso de la Corte Constitucional colombiana) lo que prima es un llamado general a reducir el índice de hacinamiento. Y si hay hacinamiento, pues, no hay justicia con los derechos de los reclusos. Cosas puntuales son las que resuelven los tribunales; más camas, más cárceles, más comida, más agua, más centros de atención para enfermos.

Y los gobiernos actúan. Así lo hizo el colombiano por medio de la construcción de más centros penitenciarios en el país. A pesar de las deficiencias que han sido encontradas en ellos (la Contraloría realizó un informe que fue detallado en extenso por un artículo de este diario el viernes pasado), el hacinamiento, para el 2011, fue de más del 33%. Una realidad que parece calcada de la tragedia vivida en Comayagua, en donde, con una capacidad de 250 internos, la autoridad penitenciaria albergaba la nada irrelevante suma de 850 personas.

Escalofriante pensar que dentro de esos muros unas personas dormían encima de otras. No sólo es un atentado a la justicia humana, puesto que muchos de ellos eran sindicados (a espera de una condena) y sobre ellos recaía el principio de inocencia. Sino también uno contra los derechos humanos: si de algo se precia un Estado social de derecho es de no pagar con sufrimientos extremos o tratos crueles, inhumanos o degradantes a los delincuentes presos. Así lo reiteran cortes internacionales, tratados extensos y muchas otras disposiciones. La cárcel busca resocializar, no torturar a un delincuente.

Es por eso que lo ocurrido en esta cárcel hondureña es un llamado a repensar muchas cosas. Primero, el uso desmedido que de la detención preventiva se tiene en este país. Como dijimos en nuestro informe del viernes: 40% de la población intramuros está compuesta por sindicados, mientras el restante 60% son condenados. Casi la mitad está ahí por medidas preventivas. La cultura en torno al uso de esta figura (como lo hemos sostenido siempre) debe cambiarse. Y en segunda medida están las penas, que aumentan al ritmo del vaivén político y del llamado populismo punitivo.

Si queremos evitar una tragedia como ésta, que es la de más envergadura en los últimos años para una prisión latinoamericana, no sólo debemos dedicar un esfuerzo a la construcción de más penales, sino también a un cambio de enfoque. Los problemas sociales no pueden reducirse al ámbito punitivo. Las políticas públicas que plantean la teoría de la “disuasión de la pena” deben diversificarse hacia otros ámbitos más sociales. Esperamos, pues, que una tragedia como ésta, que dejó calcinados a cientos de reclusos (algunos delincuentes, sí, pero igual seres humanos), prenda las alarmas de un tema que no siempre es muy connotado ni defendido.

Author
El Espectador