El paro de la Cumbre Agraria, Campesina, Étnica y Popular en Colombia entra en su segunda semana. La respuesta represiva del gobierno y un diálogo enmarañado. La brecha entre las concepciones de la paz del presidente Santos y el movimiento social.
La primera impresión fue de extrañeza. En un paro nacional que tuvo el primer día un indígena asesinado y hoy ya son tres, las mesas regionales de diálogo entre las fuerzas de seguridad, el gobierno y los líderes de los movimientos sociales que protagonizan la Minga podía interpretarse como la búsqueda de un símbolo de paz. Pero no. Sólo fue hipocresía gubernamental.
Los alcaldes de varios departamentos arengaban frente al viceministro del Interior de Colombia, Guillermo Rivera, en pleno diálogo regional en Arauca. “Nuestra región está abandonada y sólo el movimiento social con los paros ha logrado transformaciones”. Las palabras no eran de los líderes de las comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes sino de los funcionarios locales, algunos de los cuales pertenecen al partido del inefable Álvaro Uribe.
Lo extraño es que a eso siguió la palabra de los representantes de las fuerzas de seguridad de la zona de Arauca, ratificando sus garantías a la protesta social y finalmente la del propio viceministro definiéndose como garantista y llegando a decir que no habría paz sin diálogo y transformaciones para el pueblo colombiano.
Sin embargo, ese relato del presidente Juan Manuel Santos, que busca quedar en la historia como el artífice de la paz, contrasta con el tratamiento de guerra que ha dado el gobierno a la protesta social que se desarrolla desde el lunes pasado en toda Colombia con cortes y bloqueos en más de cien puntos del país.
Tres indígenas asesinados, 152 heridos, 145 detenidos, cientos de hombres y mujeres detenidas ilegalmente no son sólo números de una semana de paro y la respuesta de guerra del Escuadrón Antidisturbios (ESMAD) y el Ejército de Colombia, sino que son una respuesta clara a la discusión sobre qué paz se disputa en la Colombia del siglo XXI.
De qué hablamos cuando hablamos de paz
El gobierno de Santos fue claro: los diálogos de La Habana no incluirán el debate del modelo económico o las políticas públicas necesarias en el país y la mesa con el ELN no incluirá un debate sobre la doctrina militar.
Fue igualmente claro con la política hacia la protesta social: no habrá negociación con la Cumbre Agraria, Campesina, Étnica y Popular mientras se mantengan los cortes de calles y ruta. Habla de paz, acumula horas de diálogo, pero las demandas incumplidas llevan más de tres años. Y mientras repite una y mil veces el reconocimiento a la Minga Nacional y sus reclamos, se reprime brutalmente y se intenta fragmentar el inmenso paro nacional, no sólo con represión sino también con sus ministros denunciando una supuesta “infiltración” del ELN en la protesta para deslegitimar la Minga Nacional.
Se trata, en el fondo, del significado del proceso de paz en Colombia. El expresidente Uribe lanzó su propuesta de resistencia civil (mismo término que utilizaban los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia –AUC-) y su “propuesta para la paz”, que busca con un referéndum dar marcha atrás con las negociaciones abiertas en La Habana y Ecuador con las insurgencias, intentando desprestigiar al gobierno de Santos por estar “enamorado de la guerrilla y no del pueblo colombiano”.
Frente al intento de cerrar las vías a una salida política y negociada al conflicto por parte de Uribe, quien buscaría una salida militar y de sometimiento como la que impulsó durante su presidencia y generó efectos devastadores para el pueblo colombiano, Santos intenta surfear las negociaciones para otorgar el mejor escenario económico a las grandes empresas.
Una solución al conflicto armado que brinde paz y certidumbre a las trasnacionales que quieren asentarse en Colombia o que esperan invertir y ser participantes activar del modelo extractivista minero energético y agroindustrial en un país rico en metales, minerales y petróleo, sería el mejor sueño de Santos, que lejos está de concretarse.
Por su parte, el movimiento social colombiano reclama el reconocimiento político y una participación acorde en los diálogos para la paz en el país. En este sentido, la necesidad de poner en debate el modelo económico, que dé cuenta de un escenario posterior a los acuerdos con transformaciones económicas y políticas centrales es uno de los ejes que se plantea en el paro nacional agrario y campesino.
En un contexto político especial para Colombia, cientos de miles de indígenas, afros y familias campesinas se encuentran en las calles. A ellas se sumaron los docentes y este lunes será el turno de los camioneros. Las deudas sociales con el pueblo colombiano son infinitas: el saqueo de los bienes comunes, la falta de educación y salud y la ausencia a estatal, a excepción de la presencia militar. Pero hay un saber popular que atraviesa Colombia, desde los llanos hasta la costa Pacífica, y es que no existieron transformaciones en el país que no fueran a punta de lucha. Acaso por eso, con los tanques enfrente, las comunidades cantan en pleno piquete: “El pueblo no se rinde, carajo”.
*Integrante de la Articulación Continental de Movimientos Sociales hacia el ALBA