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25/06/2013

En los próximos dos años, sus habitantes tendrán que abandonar su tierra por la contaminación.

La noticia enloqueció de alegría al pueblo. Aquel 1995, recuerda ahora Flower Arias, hombre recio de piel negra, la gente salió de sus casas lista para celebrar el gran acontecimiento: a esta tierra, bendecida por la naturaleza, llegaba la multinacional estadounidense Drummond, una enorme compañía minera que, pensaban ellos, iba a contribuir con su presencia a arrancarlos del abandono que durante décadas había aquejado a este pueblo, habitado en un principio por negros bullangueros, una zona de esclavos libres que comenzaban una nueva vida lejos de la pesadilla de la tiranía. (Vea aquí infografía: Los pueblos que se tragó el carbón)

“Hasta cohetes lanzamos”, cuenta Flower esta tarde calurosa de mayo en la que no se mueve ni una hoja en Boquerón, vereda que habitan aproximadamente 1.000 personas y que depende del municipio de La Jagua de Ibirico, en el centro del Cesar. El sol lastima y el aire se siente pesado. Todo aquí va a velocidad de tortuga, una cámara lenta y eterna que desespera. “El murmullo iba de boca en boca y estábamos contentos porque pensábamos que tener cerca una mina era la solución a nuestros problemas”, continúa Flower. “Lo que no esperábamos era que la explotación de carbón acabara expulsándonos de esta tierra...”. (Vea también: La vida en tres municipios que tienen minas de carbón)

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Boquerón es la primera vereda que hay entre La Jagua de Ibirico y La Loma, corregimiento de El Paso al que también pertenecen Plan Bonito y el Hatillo. En el cinturón de 30 kilómetros que une La Jagua y La Loma se aglutina la explotación minera: hay siete proyectos y cinco empresas. Las minas que rodean a Boquerón, Plan Bonito y El Hatillo son Calenturitas, de Prodeco; Descanso Norte y Pribbenow, de Drummond, y El Hatillo y La Francia, de Colombian Natural Resources (CNR). A lado y lado de la carretera surgen, como evidencia del boom del carbón, enormes y repulsivos botaderos, montañas de desechos que va dejando la extracción del fósil y que confieren una atmósfera devastadora al paisaje. La concentración es tan alta, que la emisión de partículas en el aire ha llegado a alcanzar niveles de peligrosidad para la salud y supervivencia de las poblaciones aledañas. Esta situación llevó a que en el 2010 el Ministerio de Ambiente ordenara a Drummond, CNR, y Prodeco, filial colombiana de la multinacional suiza Glencore, reasentar a Boquerón y El Hatillo (debían haber salido de allí en el 2012) y Plan Bonito (en el 2011). Juntas, estas poblaciones suman unas 2.000 personas. Se trata de un procedimiento tan complejo como traumático y sin antecedentes en Colombia. Es la primera vez que se produce un reasentamiento (en últimas, un desplazamiento forzoso) por las críticas condiciones ambientales que ha generado la minería. A Boquerón, Plan Bonito y El Hatillo se los tragó el carbón. Literalmente.

Los estudios que miden las partículas en suspensión (todas las sustancias que se lanzan a la atmósfera) no dan margen a la esperanza. Para hacerse una idea: en El Hatillo, los niveles de partículas PM10 (menores o iguales a 10 micras) presentes en el aire superaron con creces en el 2010 la media anual recomendada: 60 microgramos por metro cúbico. Los medidores registraron hasta 87 en la época más seca del año. En Plan Bonito fue peor: l77 microgramos por metro cúbico. Esos elementos, tan ínfimos que llegan a tener un diámetro menor al de un cabello humano, son nefastos para la vida. La exposición permanente a altas concentraciones de PM10 está asociada a un aumento en la frecuencia de cáncer pulmonar, muertes prematuras, síntomas respiratorios severos e irritación de ojos y nariz. Las más pequeñas, PM2.5, se acumulan en el sistema respiratorio y causan disminución del funcionamiento pulmonar, según el más reciente informe del Sistema Especial de Vigilancia de Calidad del Aire (una red especializada de medidores), bajo supervisión de Corpocesar.

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“En Colombia la gente no dimensiona los efectos de la minería. Lo que tenemos por delante es un panorama dantesco. Apocalíptico”, sostiene Mauricio Cabrera Leal, geólogo y contralor delegado para el medioambiente. Su inquietud no es baladí. En el libro Minería en Colombia, fundamentos para superar el modelo extractivista que presentó recientemente la Contraloría y del que Cabrera es coautor, se hacen serios reparos a las consecuencias ambientales que está dejando en el país la explosión minera. El informe presenta datos descorazonadores. Por ejemplo: por cada tonelada de carbón que se extrae, se generan 10 de desechos. Entre 1990 y 2011 se exportaron desde la Guajira y el Cesar al menos 1.000 millones de toneladas de carbón. ¿Resultado? habría 10.000 millones de toneladas de escombros y residuos rocosos potencialmente contaminantes.

Pero hay más: las montañas de sobrantes que deja la piedra negra están formadas por sulfuros y otros elementos químicos que al exponerse a la superficie están sujetos a oxidación y, a la postre, acaban contaminando aguas y alterando los sistemas ecológicos. Cesar preocupa especialmente: según datos del catastro minero efectuado por el Ministerio de Minas a julio del 2012, que cita la Contraloría, el 10 por ciento del área de este departamento está titulado para la explotación del carbón y el 15 por ciento, más de 340.000 hectáreas, está solicitado para proyectos futuros.

“La calidad y la cantidad del agua es lo que más nos alarma. Se sabe que en los próximos años se va a producir una disminución de entre el 10 y el 30 por ciento de la precipitación en áreas como la Costa Atlántica que va a tener importantes efectos por el cambio climático. Eso, y el hecho de que en Colombia no existe ninguna legislación sobre el manejo de los desechos que produce la minería y que se conocen como pasivos ambientales. No hay obligación de destinar dinero para la recuperación de las zonas”, advierte Cabrera. Y va más allá: “es insólito e inaudito que haya que reasentar pueblos. A largo plazo la apuesta minera puede ser gravísima para Colombia”.

Ante este horizonte tan aterrador, la pregunta inevitable es: ¿Cómo hemos llegado a esto? “Porque ha habido gobiernos muy permisivos”, responde tajante Luz Helena Sarmiento, directora de la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales Anla, el organismo encargado de conceder las licencias ambientales de los grandes proyectos de minería en el país.

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No es solo el carbón lo que sobrevuela como una maldición sobre estos pueblos del centro del Cesar. Maldita es, también, la suerte que han corrido sus habitantes por cuenta de la presencia de grupos guerrilleros y paramilitares, así como sucesivas administraciones que han desviado los beneficios económicos que deja la actividad minera. Entre 2004 y 2011 este departamento recibió, solo por regalías del carbón, 1,95 billones de pesos, según datos de Ingeominas. Una danza de billetes que nunca se ha notado aquí. Desde 1998 La Jagua de Ibirico ha tenido seis alcaldes destituidos o encarcelados por escándalos de corrupción. Y en Becerril y El Paso ha habido casos similares. “La situación es lamentable; el haber sido zona roja también hizo que muchos contratos se concedieran a dedo por la presión de los grupos armados”, asegura María Clara Quintero, secretaria técnica del Comité de Seguimiento a las Regalías del Carbón, un organismo financiado por las empresas carboneras para hacer transparente la gestión de las utilidades económicas del auge minero.

Cuando les hablan de regalías, los habitantes de Boquerón, Plan Bonito y El Hatillo miran hacia otro lado. “El carbón solo nos ha traído desgracias”, dicen. La pobreza aquí es crónica. Aunque antes tenían medios de subsistencia: de la agricultura (los terrenos de los alrededores pertenecen a las multinacionales mineras y no se pueden cultivar), la ganadería (los finqueros vendieron sus propiedades a las empresas) y la pesca (los ríos han sido desviados, bajan llenos de lodo y escasea el pescado) que eran su modo de vida, ya no queda prácticamente nada. El pasado febrero, los habitantes de El Hatillo se declararon en emergencia alimentaria. Una comisión de la ONU que visitó la zona emitió en marzo un veredicto desgarrador sobre los tres pueblos desplazados por el carbón: el 17 por ciento de las familias no tiene ninguna forma de subsistencia (aquí lo que predomina es el rebusque) y se queja de que las empresas cada vez los contratan menos; el 46 por ciento de los hogares tuvo que recibir asistencia alimentaria en los últimos meses; un 15 por ciento depende completamente de la caridad para sobrevivir; el ingreso medio por familia es de $ 250.741 y el menú diario no pasa de harina, azúcares y aceites, lo que significa un contenido nutricional muy bajo. En otro estudio de la Secretaría de Salud del Cesar, del 2011, se determinó que el 50 por ciento de la población de El Hatillo padecía problemas respiratorios asociados, aparentemente, a la contaminación. Y otro dato: se comprobó que el agua no era apta para el consumo humano (la Alcaldía de El Paso entregó recientemente una planta de tratamiento).

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“Nunca imaginamos un drama así. Lo peor de todo es que no sabemos qué nos espera… Asumimos este destierro con una tristeza infinita”, dice Flower Arias con ese dejo pesaroso en la voz que no se le quitará en ningún momento de la conversación. Todo en estas veredas es lamento. Tristeza. Dolor. Una sensación de abandono. De impotencia. De indefensión. “Lo que no consiguieron los grupos armados lo lograron las multinacionales. No tengo palabras para describir lo que se siente tener que irme de mi pueblo. Yo nací aquí hace 35 años”, dice Yolima Parra, habitante de El Hatillo. “Me duele en el alma pero uno tiene que salir de Plan Bonito para salvar su vida”, asegura Orphanor Imbré, un hombre de 42 años que dice tener una hernia en la columna que se complicó después de trabajar en la mina Calenturitas. Ahora se busca la vida vendiendo aguacates.

En Plan Bonito, donde vive Imbré, sus habitantes se cansaron de esperar. Un reasentamiento infructuoso hace unos años hizo que tiraran la toalla. De esta vereda no quedará ni el nombre. Quizás el recuerdo de lo que un día fue. La cancha donde los pelaos jugaban al fútbol, la risa de las niñas que se bañaban en los ríos cercanos...Tan derrotados estaban, que cada una de las 86 familias que reconoció el censo (363 personas) decidió negociar una indemnización directa (cuyo monto se desconoce aún) y se largará por su cuenta allá donde consiga una vivienda.

El caso de Plan Bonito (el solo nombre ya resulta paradójico) “no es lo ideal”, dicen Renato Urresta y Mauricio Díaz, gerente y codirector de proyecto de Replan, la empresa canadiense que contrataron las multinacionales para llevar a cabo esta operación tras la resolución del 2010. Lo normal, explican, es que las comunidades se trasladen en grupo para que conserven su tejido social, para que hagan el duelo y para que reciban la asistencia psicológica que demanda un trauma como este. “Por nuestra experiencia sabemos que hay familias que al no estar acostumbradas a manejar grandes sumas de dinero pueden acabar en peores condiciones”, advierten.

Hay un hecho insólito que hace más complejo el reasentamiento. Lo lógico, como ocurre en otros países, es que este proceso se haga de manera preventiva antes de que se instalen las minas. No después, cuando el daño es mayor. Aun así, la compañía calcula que el capítulo de Plan Bonito estará cerrado antes de que finalice este año; El Hatillo, en el 2014, y Boquerón, el más atrasado, en el 2015. Después de los acuerdos previos (indemnizaciones, compensaciones, etc.), vendrá una etapa no menos difícil: la búsqueda de la tierra prometida que, en teoría, debería ser en una zona no muy lejana que sea fértil; en definitiva, que permita la subsistencia y que no esté contaminada. Tarea harto complicada teniendo en cuenta el mapa minero del Cesar. Una vez culminado el reasentamiento, la empresa ofrecerá un plan de acompañamiento de no más de tres años.

Mientras, la incertidumbre reina en Boquerón: “Ni siquiera tenemos la alternativa de decir ‘no me voy’. Aquí, la opción es ‘me van a sacar’. ¿Cómo vamos a vivir el desarraigo? ¿Dónde quedará el pueblo? ¿Y nuestras costumbres? ¿Las creencias? ¿Qué pasará con nuestros muertos?”, se pregunta, consternada, Lesvi Rivera.

Directora de la Anla
‘Esto no se puede repetir’

La geóloga Luz Helena Sarmiento Villamizar es la directora de la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales (Anla), el organismo que otorga las licencias ambientales de las grandes mineras que trabajan en el país.

¿Qué supone una medida como el reasentamiento?

Que los efectos de la contaminación son graves. El reasentamiento es lo último, hay que tomar otras medidas. Pero llega un momento en que ya no se puede. Es un punto de inflexión donde no hay retorno. Una situación como esta no se puede repetir en el país.

Es traumático...

Es un desarraigo, un desplazamiento forzado.

Persiste la sensación de que el país está cediendo mucho en la minería.

Yo negué ocho licencias hace año y medio en la zona. Íbamos a duplicar las regalías y dije que no. Desde el punto de vista nacional tenemos una autoridad fuerte que ha parado al que le tocaba.

¿Habrá sanciones?

Nosotros abrimos un proceso y estamos en plena investigación. Aún así, el reasentamiento sigue su marcha y entre más se demore, más grande será la sanción que impongamos a las empresas.

Si todo esto ocurre en la minería legal. ¿Qué se puede esperar de la ilegal?

Eso es devastador. Produce un dolor de país inmenso.

Lo que dice la empresa Drummond

De las tres empresas implicadas en el reasentamiento solo Drummond ofreció su versión. Prodeco y CNR remitieron a Replan, el operador encargado del procedimiento.

Drummond asegura que su compromiso es “ejecutar y cumplir la resolución” a pesar de que “ninguna de las poblaciones queda dentro de nuestros contratos de concesión ni de influencia directa”. La compañía niega que haya dilaciones, asegura que no planea expandirse en el área y reconoce que tiene reservas legales frente a la resolución, que considera injusta, por lo que ha acudido a una instancia judicial. Ello, sin embargo, “no interfiere en el reasentamiento”.

TATIANA ESCÁRRAGA
Enviada especial
 

Author
ElTiempo