La discusión de la propuesta de reforma al Código Penitenciario y Carcelario que cursa en el Congreso de la República debería ser una oportunidad para mejorar la dramática situación carcelaria que afronta el país. De su futuro dependerán en gran medida los derechos de las personas privadas de la libertad.
En Colombia coexisten dos modelos de cárceles: aquellas construidas antes de 2000, que responden a costumbres y políticas del que llamaremos ‘modelo tradicional’, y aquellas que se inauguraron después de ese año bajo los preceptos de la llamada ‘Nueva Cultura Penitenciaria’.
La ‘nueva cultura’ tiene su origen en dos acuerdos anexos al Plan Colombia que facilitaron la intervención directa del Buró Federal de Prisiones de Estados Unidos, que estuvo en Colombia hasta 2004 y asesoró el diseño, construcción, funcionamiento y reglamentación de las nuevas cárceles, y la formación de la guardia.
En las nuevas prisiones, se asumieron políticas orientadas a eliminar la corrupción y el hacinamiento, se introdujeron las ‘modernas técnicas’ traídas desde Estados Unidos y se dejaron de lado algunas de las características propias del ‘modelo tradicional’ que se consideraban raíz de los problemas. Pese a esto, en varios aspectos, el panorama actual de las cárceles puede ser igual o peor al de hace una década, pero con el agravante que se le puso fin a las pocas prácticas que valían la pena preservar de un sistema carcelario arruinado por el desgobierno y la violencia.
Me refiero al menos a tres de ellas. En primer lugar, se garantizaban espacios de libertad individual y desarrollo de la personalidad (por ejemplo, poder entrar y salir de la celda durante el día, vestir ropa propia y elegir cómo tener el cabello). En segundo lugar, la vida social dentro de la prisión le permitía a los internos resistir a la despersonalización y la deshumanización que genera el control total.
Y por último, la apertura al mundo exterior, que se manifestaba mediante la ubicación de las cárceles en los centros urbanos, facilitando el acceso, y de un amplio régimen de visitas, que brindaba al interno la posibilidad real de mantener lazos sólidos con el entorno social exterior y con organizaciones solidarias o de derechos humanos.
Estas características, nunca realzadas en las descripciones de las cárceles colombianas, nos distinguían positivamente en el nivel internacional, sobre todo en comparación con la deshumanización del régimen carcelario estadounidense, que no sobresale por sus logros en materia de derechos humanos.
Al contrario de muchos otros derechos, el acercamiento familiar no era letra muerta. Bien lo demostraba la llegada semanal de miles de familiares y amigos a los dos días de visitas autorizados en las cárceles antiguas. Un domingo, por ejemplo, era común ver mujeres cargadas con comida casera que, después de esperar varias horas y pasar duros controles de seguridad, llegaban al patio a las nueve o diez de la mañana a encontrar su familiar o amigo y a pasar con él todo el día, en el patio o en la celda, comiendo, charlando, jugando, y recogiendo las artesanías producidas en la semana para venderlas y asegurar la subsistencia del detenido detrás de los muros.
Por el contrario, la ‘nueva cultura’, a la que se le da continuidad en el actual proyecto de ley de reforma penitenciaria, va encaminada a imponer el aislamiento, mas allá del encierro, como componente de la pena.
Esta política trajo consigo la ubicación de las cárceles en zonas aisladas y de difícil acceso; la restricción de las visitas y los contactos con el mundo exterior que ahora se realizan cada 15 días, por dos o tres horas; los traslados, tan costosos como absurdos, que ubican a los detenidos lejos de su domicilio familiar y del lugar del juicio; la masificación de la figura del calabozo individual, eufemísticamente llamada Unidad de Tratamiento Especial; y la inmovilización del detenido dentro de la cárcel a partir del control total de su vida en prisión.
La apertura del sistema carcelario representaba una medida efectiva y ejemplar para impedir la desocialización y la destrucción de los lazos familiares como consecuencia del encierro, y garantizaba un cierto grado de integración social al momento del regreso a la vida en libertad -- lo que sin duda es la base de cualquier tipo de modelo de reintegración o resocialización que se quiera llevar a cabo.
En la actual propuesta de reforma, con el argumento de modernizar el sistema, se insiste en estrategias que se vienen aplicando desde hace más de once años y que ahora pretenden ser elevadas a Ley de la República, a pesar de que no han producido los efectos esperados. Con este discurso, hemos retrocedido décadas en materia de derechos de la población reclusa y de sus familiares.Ni qué decir de la resocialización de los internos, ¿o es que se puede resocializar a quien se aleja totalmente de la sociedad?
Es cierto que la cárcel colombiana necesita de reformas estructurales, pero antes debe darse un debate profundo y participativo, sobre lo que debe ser cambiado y lo que debe ser restablecido o respaldado. La apertura de nuestro ‘modelo tradicional’ merece ese respaldo.
Escrito por Franklin Castañeda Villacob
Publicado en Semana.com