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16/10/2007

Desde 2005 (año en que el Estado colombiano decretó oficialmente el fin del conflicto paramilitar), las agroempresas están sirviendo para legitimar la posible apropiación de seis millones de hectáreas del territorio colombiano por parte de los mismos paramilitares a quienes el gobierno de Álvaro Uribe dio reconocimiento como agrupaciones políticas. Éstos forman parte del proyecto de Asociaciones Productivas, mediante el cual, los responsables de los genocidios, desapariciones, desplazamientos y despojos a comunidades campesinas, indígenas y negras, podrán reciclarse, a conveniencia, como flamantes “agroempresarios verdes”.

Al mismo tiempo, organizaciones sociales y comunitarias colombianas, denuncian que, según el censo de 1994, en ese año había 40 millones de habitantes en el país, pero recientemente el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (dane), dijo que la población actual del país es de 41 millones. “Cómo puede ser”, dice Daniel Libreros, “si el crecimiento vegetativo de la población en Colombia es de 500 mil niños y niñas anualmente, deberíamos ser hoy, en 2007, 46 o 47 millones. Nos faltan al menos 4 millones de personas. ¿Y dónde están? Pues debajo de las carreteras, de las cortinas de las represas, en fosas clandestinas…”

Los propios jefes paramilitares han admitido que Colombia desconoce aún los miles y miles de muertos que tiene, y buena parte de la población del país se ha insensibilizado a la tragedia. Rebautizados por el gobierno colombiano como “sediciosos” o paramilitares buenos, porque se supone que la motivación para sus acciones mercenarias tuvo un carácter social (con maquillaje de “combate al terrorismo” o “autodefensa”), los paramilitares son financiados por agencias de cooperación internacional europeas, mediante esquemas de reconversión y legitimación social y política.

La cooperación española ya tiene listo el borrador de un programa de Fondos Canasta, para donar recursos que sirvan para crear asociaciones productivas (de plantaciones de palma africana, por ejemplo), entre las víctimas y los victimarios. En otras palabras, el Estado español financiará un programa mediante el cual, las comunidades masacradas y desplazadas recibirán bimestralmente un subsidio de 600 mil pesos colombianos (unos 330 dólares), de los cuales los campesinos deberán reservar una parte (260 mil pesos o 140 dólares), para pagar la asociación con quienes los han asesinado.

Es éste el modo como el gobierno de Uribe pretende reconciliar a la sociedad colombiana: que los agredidos reciban en su casa al agresor y financien ellos mismos la explotación de su territorio y de su fuerza de trabajo. De justicia y reparación del daño a las comunidades, ni hablar. Y si las comunidades se oponen, de inmediato se les tilda de terroristas, de oponerse a la reconciliación social.

El gobierno promueve intensamente la apropiación de tierras que considera “improductivas”, por estar en posesión de comunidades negras en el Chocó Biogeográfico (Curvaradó y Jiguamiandó) o de comunidades indígenas y campesinas en la Guajira, el Catatumbo, Dabeiba, Vichada, Montes de María, el Valle del río Cimitarra, Cacarica y la región del bajo Atrato. Al amparo del llamado Estatuto Rural, aprobado este año, esas tierras las traspasa a los supuestamente arrepentidos paramilitares (para “reincorporarlos”), y que establezcan plantaciones de palma africana y se integren en el boom global de los agrocombustibles, justo en las tierras de aquéllos a quienes durante años se han dedicado a asesinar.

Desde fines de los noventa, una nueva oleada de violencia paramilitar, aunque esta vez disfrazada de alternativa económica sustentable, ha dejado un saldo de casi 4 millones de desplazados forzados en el país. El propio ministro de agricultura del gobierno nacional colombiano ha dicho que los indígenas “tienen demasiada tierra”: 30 millones de hectáreas para un millón de personas. Insiste que habría que poner esos territorios en su justa dimensión (es decir, reducirlo a una hectárea por persona). Pero lo que no dice el ministro es que de ese territorio sólo es cultivable el 0.1%. El resto son montañas, bosques y fuentes de agua, ni más ni menos.

Las comunidades de origen africano del Curvaradó y Jiguamiandó, en el Chocó, luchan por recuperar sus tierras con ocupaciones y, una a una, desplantar las palmas y recuperar su agricultura. Tienen urgencia porque las leyes colombianas están rápidamente legalizando el despojo ocurrido a fines de los noventa, con previsiones jurídicas de que si pasan cinco años sin que se presente el reclamo, el usurpador —frecuentemente de origen paramilitar—, puede quedarse con la tierra.

Otra urgencia de arrancarlas se debe a que las plantaciones de palma africana drenan y desecan los suelos para permitir que las raíces sean más profundas (y más difíciles de desenterrar) puesto que la palma no puede crecer en suelos húmedos como son los suelos en el Chocó Biogeográfico, una de las regiones más lluviosas del mundo.

En el sur del departamento de Bolívar (en la región Caribe), enclave de comunidades campesinas, rica en biodiversidad, frutos tropicales y agua, el gobierno está titulando entre 25 mil y 30 mil hectáreas de tierra a los paramilitares —que son de ocupación y uso colectivo de pequeños agricultores y que muchas de estas tierras fueron obtenidas desplazando a estas comunidades— para que siembren palma africana y produzcan aceite de palma de exportación.

El gobierno colombiano ha firmado un convenio con el venezolano para abastecer etanol suficiente para que las gasolinas venezolanas contengan, al menos, un 7% de etanol en el futuro próximo. En Colombia se dedican ya 303 mil hectáreas de tierra a la producción de palma aceitera, pero son insuficientes para los objetivos que se quieren alcanzar: si en la central petrolera de Barranca Bermeja, la mayor del país, se refinan diariamente más de 87 millones de litros diarios del llamado acpm [aceite combustible para motor], la ley estipula que al menos debe producirse 5% de biodiésel (4.35 millones de litros diarios) que saldrán de la producción de aceite de palma, por lo que “ni 600 mil hectáreas de cultivo de palma son suficientes”, según declaró el propio presidente colombiano, cuyo proyecto es llegar a más de 3 millones de hectáreas.

Representantes de distintas comunidades y organizaciones indígenas (emberakatío, wayuú, kankuamo, barí, kuna), campesinas, afrodescendientes y sociales colombianas, se han reunido en Bogotá para reflexionar sobre los impactos y las luchas que realizan contra las plantaciones de palma africana y caña destinadas a producir biocombustibles. Al encuentro asistieron organizaciones de Paraguay, Nicaragua, República Dominicana, España, Reino Unido, Estados Unidos, México, Australia, Indonesia, Uruguay y Ecuador, convocados por la Comisión Intereclesial Justicia y Paz a participar en el Seminario “Crisis planetaria, derechos humanos y agrocombustibles”.

Colombia es el quinto productor mundial de aceite de palma, y el gobierno de Uribe busca, afanoso, mecanismos para agilizar los despojos a las comunidades, reforzar los latifundios y vincular las agroindustrias con los esquemas globales de financiamiento que, desde la bolsa de valores de Nueva York, pretenden controlar corporaciones como Citigroup o Chase Manhattan, vinculadas a los nuevos entrepreneurs armados y a transnacionales bien conocidas en toda América Latina, como Cargill, Archer Daniels-Midland, etcétera.

Entretanto, las organizaciones se han manifestado contra estos combustibles, no sólo por su ya probada ineficacia para responder al cambio climático o porque son una embestida contra la propiedad comunal, la agricultura campesina, el territorio, los recursos y la soberanía, sino porque, también, constituyen una forma de reciclar los monocultivos agroindustriales, los “desiertos verdes” de cualquier tipo (yuca, plátano, mango, maíz, palma, soya, eucalipto), que en Colombia son desiertos rojos, porque están irrigados con la sangre de los campesinos y con el agua que se niega a los pueblos.

En una plantación típica, cada palma requiere casi 35 litros diarios de agua y en cada hectárea se plantan, en promedio, 139 palmas, de modo que una hectárea de palma aceitera consume al menos 4 753 litros de agua por hectárea diariamente. En un año, las 303 mil hectáreas de palma en Colombia, habrán gastado más de 525 mil millones de litros de agua. Esa agua podría abastecer a casi la mitad de la población de Colombia durante 50 días, en vez de destinarla a alimentar a los autos.

Además cada hectárea de palma rendirá un promedio de 6 mil litros de aceite, lo cual significa que por cada litro de aceite se insumen casi 300 litros de agua. Eso, sin contar el gasto de agua que implica su refinación para convertirla en el proverbial biodiésel, carburante “renovable y amigable con el ambiente”. Si esto han hecho en 300 mil hectáreas para montarse en el tren de la “conservación ambiental”, imaginemos lo que harán con seis millones. Y Uribe se encuentra muy activo buscando acuerdos con gobiernos como el nicaragüense para ofrecer asistencia en la producción de biocombustibles. ¿Incluirá esa asistencia la aplicación de los métodos paramilitares de apropiación de tierras? Y luego dicen que los gobiernos de América Latina no contribuyen a frenar el calentamiento global.

Octavio Rosas Landa, (Biodiversidad - Oct 2007), GRAIN

 

Tambien en este número : (Biodiversidad - Oct 2007)

El poder corporativo: Los agrocombustibles y la expansión de las agroindustrias
El eslabón de la soja en Sudamérica
Nueva usurpación en África
Malasia e Indonesia: ¿una devastación irreversible?
Palma aceitera en Colombia - ¿Paramilatarismo sustentable?
Combustibles ecológicos - Las crisis propician los negocios
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Agrocombustibles: Síntomas de una próxima combustión globalizada
Ataques, políticas, resistencia, relatos
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Grain